
Carmen Poole
Durante la pandemia, el Gobierno y las autoridades canarias pintaron un horizonte de crisis económica y social, instando a la solidaridad con la comunidad. El mensaje oficial clamaba: «Canarias es una región en dificultades, merece ayuda» – y se materializó en fuertes incentivos al turismo: bonos vacacionales, moratorias y descuentos sin precedentes. Se reforzó así la percepción de penuria local mientras se abrían de par en par las puertas al visitante europeo.
Uno de los escollos más evidentes es el descuento del 75 % en billetes aéreos y marítimos para residentes. Nacido como medida compensatoria por la insularidad, ha distorsionado los precios. Las aerolíneas han aprovechado esta subvención, marginando a los residentes: denuncias de que la opción de descuento desaparece en las webs proliferan, especialmente en fechas clave como Semana Santa, y asociaciones de consumidores piden mecanismos legales como la Obligación de Servicio Público (OSP) para frenar abusos.
El problema es tangible: desde que el descuento subió del 50 % al 75 % en 2018, los billetes entre Canarias y la Península se han encarecido hasta un 28 % – pese al mayor coste que reca e sobre las arcas públicas, cifrado en más de 700 millones de euros al añO. Esta paradoja –más ayudas pero precios efectivamente más altos– ha alimentado el descontento de la población canaria.
La sensación popular de que «los peninsulares pagan más y no se les aplican descuentos generosos» se intensifica a medida que miran con recelo cómo la “invasión barata” parece beneficiar solo a unos pocos. Mientras tanto, el parque turístico crece imparable y las viviendas residenciales se convierten en camas vacacionales para turistas acaudalados. La vivienda protegida cae en picado —de 2.300 anuales en los 80 a apenas 69 en 2023—, dejando a miles de familias sin acceso a viviendas asequibles.
El malestar estalló en las calles el pasado 18 de mayo, cuando más de 23.000 personas participaron en manifestaciones en todas las islas bajo el lema “Canarias tiene un límite”. Exigían freno al turismo masivo, moratoria hotelera, tasas ecológicas, control del alquiler vacacional y protección de la vivienda local. Fue la tercera protesta consecutiva impulsada por esa plataforma, tras movilizaciones masivas en abril y octubre de 2024.
Mientras los residentes denunciaban precios inflados y difícil acceso a servicios básicos, algunos turistas respondían con sorna. Británicos en Canarias advirtieron que, de persistir los ataques al turismo, se mudarían a destinos como Grecia. Las consecuencias: más desequilibrios, menos acceso para la población y un turismo barato que no viene con contrapartida local, pese a haberse justificado en nombre de la recuperación canaria.
Hoy, en pleno debate, la Comisión Europea analiza alternativas: desde imponer precios máximos a aplicar nuevos instrumentos legales (OSP), hasta encarecer aún más los vuelos en fechas de alta demanda . Mientras, las aerolíneas advierten que están al borde del colapso por la acumulación de una deuda estatal que supera los 800 millones de euros .
El relato de la “invasión económica” por parte de turistas —con precios subvencionados y mercado amañado para extranjeros— ha captado la atención nacional. Los canarios, que durante la pandemia clamaron por solidaridad estatal, se sienten olvidados ahora que la crisis, según ellos, ya pasó… para los forasteros. Y la pregunta subyacente resuena en el aire: ¿por qué no se aplican esos precios ventajosos a los que sostuvieron el territorio con su vida diaria, sus hijos y sus sueños?
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