
Rosa Amor del Olmo
Arte, naturaleza y activismo: la visión original de Manrique
César Manrique fue un creador total – pintor, escultor, arquitecto, ecologista – cuya obra en Lanzarote trascendió lo estético para convertirse en un manifiesto ambiental y social. Desde los años 60 impulsó, con apoyo político local, un modelo de desarrollo territorial basado en la armonía entre turismo, paisaje y cultura autóctona. Su filosofía era radical para la época: demostrar que el progreso turístico debía subordinarse al respeto por la naturaleza. Manrique propuso un plan pionero de turismo sostenible cuando aún nadie hablaba en esos términos. En esencia, defendió iniciativas concretas para evitar que Lanzarote perdiera su identidad ante el auge del “boom” turístico. Su propuesta se resumía en cinco puntos fundamentales:
- Revalorizar la arquitectura tradicional y las técnicas constructivas locales, integrándolas en los nuevos desarrollos.
- Forjar un estilo propio insular, evitando la estandarización internacional y los estereotipos arquitectónicos seriados.
- Destacar la cultura local y proteger los enclaves paisajísticos emblemáticos de la isla.
- Rehuir el turismo exclusivo de sol y playa, diversificando la oferta más allá del modelo de masas.
- Poner límites al crecimiento indiscriminado, buscando un equilibrio entre número de visitantes y capacidad de acogida de la isla.
Esta visión holística convirtió a Lanzarote en su lienzo medioambiental. Manrique materializó sus ideas en obras icónicas – los Jameos del Agua, el Mirador del Río, el Jardín de Cactus, entre otros – integrando arte y ecología de forma magistral. Cada intervención era una lección de cómo “paisaje y arquitectura pueden ser una sola cosa cuando están perfectamente adaptados a la tierra”. En paralelo, el artista fomentó una conciencia paisajística entre los isleños: promovió la retirada de anuncios publicitarios de las carreteras, la baja altura en las construcciones y el uso de colores tradicionales en las fachadas. Todo respondía a un ideal utópico: hacer de Lanzarote un modelo de desarrollo humano en armonía con su entorno natural.
A medida que avanzaban las décadas, Manrique mantuvo intacta su postura combativa en defensa del territorio. Fue de los primeros artistas en España en abrazar abiertamente el activismo ecológico. Ya en los años 70 y 80, al ver el auge del turismo de masas, alzó la voz con vehemencia contra la especulación urbanística y la destrucción del paisaje. No dudó en enfrentarse públicamente a políticos y promotores, llegando a calificarlos de “mafiosos” y “tiranos” cuando anteponían el lucro a la protección de la isla. Sus textos y manifiestos de finales de los 80 son reveladores por sus títulos urgentes: “S.O.S. por Lanzarote”, “Lanzarote se está muriendo”, “Momento de parar”, etc., reflejo de la indignación y alarma con que vivía el deterioro de su tierra. En entrevistas y artículos denunció sin tapujos la corrupción político-empresarial asociada al “boom” turístico, alertando que se estaba “destruyendo una joya que pertenece a toda la humanidad”. Su activismo logró hitos importantes – desde impulsar el primer plan insular de ordenación territorial en Canarias, hasta liderar protestas que paralizaron proyectos hoteleros ilegales – y sentó las bases de un ecologismo ciudadano en el Archipiélago. En palabras del historiador de arte Francisco Galante, “César Manrique fue una voz incómoda para los políticos y los empresarios especuladores”, una voz “comprometida con valores esenciales” que se enfrentó “abierta y verbalmente” a los poderes establecidos en defensa de su profundo sentimiento ecologista.
Utopía vs. realidad: la domesticación institucional de su figura
Tras la trágica muerte de Manrique en 1992, su figura pasó de ser una conciencia crítica incómoda a convertirse en símbolo casi unánime de orgullo regional. Las instituciones canarias no tardaron en homenajearlo con todos los honores: hijo predilecto, medallas, su nombre dado a fundaciones e incluso al aeropuerto de Lanzarote. Este reconocimiento póstumo, sin embargo, vino acompañado de un proceso de institucionalización y reinterpretación de su legado que muchos consideran una domesticación de su espíritu original. Como señala Galante, “tras su fatídico fallecimiento, varias instituciones públicas lo declararon hijo adoptivo o predilecto, y ahora utilizan la figura de Manrique como un objeto manipulable”. En otras palabras, la imagen de Manrique fue absorbida por el discurso oficial, transformada en un icono conveniente que se exhibe, mientras se diluyen sus aristas más radicales.
Hoy día, la estampa de Manrique se ha vuelto omnipresente en la marca turística de Canarias. Su rostro y sus obras se utilizan para vender la “diferenciación” de Lanzarote en folletos, campañas y redes sociales. De hecho, estudios sobre branding territorial indican que sus intervenciones crearon gran parte de la imagen de marca de Lanzarote, al punto de que “la figura de Manrique y su visión se ha convertido, asimismo, en un reclamo turístico” de primer orden. Durante años, el logotipo oficial de la isla fue diseñado por él mismo – aquel emblemático sol negro con ráfagas rojas que evocaba la volcanología lanzaroteña – y su estética colorista inspiró la identidad gráfica regional. Paradójicamente, en 2024 el Cabildo lanzó un nuevo logo “más moderno” que eclipsa al de Manrique, desplazando discretamente el símbolo del artista a un segundo plano. La operación de “lavado de imagen” mantiene la retórica de sostenibilidad que él propugnaba, pero revela cómo la institucionalización reinterpreta el legado a conveniencia: se invoca la memoria de Manrique para legitimar estrategias turísticas actuales, incluso cuando estas pueden traicionar sus ideales originales.
El contraste entre la utopía visionaria de Manrique y el uso actual de su imagen resulta evidente al pisar Lanzarote hoy. Por un lado, la isla sigue beneficiándose de las ideas del artista: es innegable que gracias a su influencia Lanzarote evitó en parte la saturación urbanística que arruinó otros destinos, y promovió un modelo estético único que ahora es atractivo turístico en sí mismo. Sin embargo, esa misma atracción constituye el talón de Aquiles que Manrique temía. La islandia se promociona como un paraíso ecocultural “manriqueniano” mientras sufre crecientes presiones de turismo masivo. Basta con observar Playa Blanca o Puerto del Carmen repletos de hoteles para comprender la alerta del artista. Su utopía se ha desmoronado en buena medida bajo el peso del desarrollismo de las últimas décadas. “La referencia para valorar la obra de César Manrique no puede ser la imagen actual de Lanzarote porque su utopía se ha desmoronado debido a fatuos intereses, tanto de políticos como de especuladores” advierte Galante con contundencia. Es decir, la isla que él soñó equilibrada hoy enfrenta la realidad de una economía dependiente de un turismo de masas que él calificó de “farándula de turismo barato”.
La institucionalización de Manrique se percibe también en cómo se edulcora su mensaje ecologista. En los discursos oficiales se ensalza al “genio artístico” y al “embajador de Canarias” – figura cómoda y hasta decorativa – más que al activista incómodo que increpaba a las autoridades. Su imagen se utiliza para decorar rotondas, aeropuertos y folletos, pero pocas veces se menciona con la misma fuerza su denuncia de la corrupción o su exigencia de “parar” la construcción indiscriminada. Como apuntaba un comentarista local con cierta ironía, poner el nombre de Manrique al aeropuerto internacional – ampliado sucesivamente para recibir millones de turistas anuales – resulta un gesto agridulce: se homenajea su memoria al tiempo que se ignora el modelo de turismo limitado y sostenible que él defendió. De hecho, el aeropuerto César Manrique-Lanzarote, inaugurado así en 2019, es la principal puerta de entrada de los flujos turísticos que el artista consideraba insostenibles. Este tipo de contradicciones ilustran la domesticación cultural de su figura: la marca Manrique se explota como valor estético-regional, pero vaciada en gran medida de su poder subversivo.
No obstante, persisten esfuerzos por recuperar el verdadero legado manriqueniano. La Fundación César Manrique (FCM), guardiana de su obra, ha asumido un rol crítico frente a las desviaciones del modelo isla: organiza exposiciones, publicaciones y foros sobre urbanismo responsable, llegando incluso a personarse en causas judiciales contra planes especulativos. Colectivos ciudadanos también han retomado sus consignas. En abril de 2024, más de 60.000 canarios salieron a la calle para protestar contra los excesos del turismo, muchos portando pancartas con el rostro de Manrique y sus frases ecologistas. Esta “resurrección” del mensaje original indica que, pese a la institucionalización, la esencia rebelde de Manrique sigue viva en la sociedad civil. Sus ideas vuelven “al calor de las protestas” porque, treinta años después, “muchos de sus presagios sobre el turismo se han cumplido”. En última instancia, el mayor homenaje que Canarias podría rendirle no es canonizar su imagen, sino aplicar con valentía su visión: “hacer valer su memoria, hoy más que nunca en esta crisis global civilizatoria”, reitera Galante. Es decir, pasar del símbolo acomodaticio a la acción transformadora.
Ecoarte contracultural: paralelismos y contrastes con Beuys y Denes
El caso de Manrique no es único; a nivel internacional otros artistas han conjugado arte y ecología con posturas contraculturales, aunque sus legados han seguido derroteros distintos. Un paralelo significativo es Joseph Beuys, figura clave del arte de posguerra alemán. Beuys fue un provocador nato y un pionero del arte social y ambiental. Creía, al igual que Manrique, en el poder del arte para sanar la relación con la naturaleza y la sociedad. En los años 80 llevó a cabo una de las intervenciones eco-artísticas más audaces: 7000 Eichen (7000 robles). En plena Documenta de Kassel (1982), Beuys propuso plantar siete mil encinas por toda la ciudad, cada una acompañada de un bloque de basalto. Aquella acción masiva de reforestación urbana – realizada con ayuda de voluntarios y no exenta de polémica inicial – fue concebida como una “escultura social” viva y permanente, un gesto de protesta frente a la urbanización deshumanizante. El propio Beuys describió la siembra de árboles como “una posibilidad muy simple pero radical” de transformar nuestro entorno y conciencia temporal. Con esta obra, el alemán materializó su ideal de arte ampliado a la esfera social: no solo creó un parque forestal, sino que involucró a la comunidad en un acto simbólico de reparación ecológica. Su compromiso político también fue explícito – fue cofundador del Partido Verde alemán – mostrando cómo el artista puede ser un “hombre de acción” en la arena pública. A diferencia de Manrique, la figura de Beuys permaneció en los márgenes institucionales durante su vida (fue expulsado de la docencia universitaria por sus ideas democráticas en educación artística, por ejemplo) y aunque hoy es venerado en museos, su legado mantiene esa aura desafiante. Nadie ha convertido a Beuys en la mascota turística de una ciudad, pese a que su bosque de robles sigue en pie en Kassel como parte del paisaje urbano. Esto refleja quizá que su obra – más conceptual y performativa – no era asimilable como decoración o marca, sino que obligaba a una reflexión incómoda sobre nuestra relación con la naturaleza y el capitalismo urbano.
Otro referente es la artista Agnes Denes, reconocida pionera del arte medioambiental desde una perspectiva conceptual. Denes llevó a cabo en 1982 un proyecto emblemático titulado Wheatfield – A Confrontation (Campo de trigo: una confrontación) en Manhattan. Obtuvo permiso para sembrar un campo de trigo de 2 acres sobre un vertedero abandonado, a escasos metros de Wall Street y con la Estatua de la Libertad de fondo. Durante meses, con ayuda de voluntarios, removió escombros, preparó el terreno y plantó trigo en el corazón de la capital financiera del mundo. La cosecha dorada ondeó allí unos cuatro meses, y el 16 de agosto de 1982 se segaron cerca de 450 kg de grano. ¿El sentido de esta insólita acción? Exponer la gran paradoja económico-ambiental de nuestra civilización. “Plantar y cosechar un campo de trigo en un suelo cuyo valor ascendía a 4.500 millones de dólares fue una poderosa acción que destapó la gran paradoja económico-ambiental”, explica Denes. La artista convirtió ese solar especulativo en símbolo de alimento, ecología y valor real frente al artificial – un “confrontación” directa con las prioridades del sistema. Denes afirmó que quiso llamar la atención sobre “nuestras prioridades mal ubicadas y el deterioro de los valores humanos”, invitando a replantear qué cosechamos como sociedad. Al igual que Manrique, su obra apelaba a la conciencia colectiva sobre la fragilidad del planeta, pero a diferencia del canario, Denes operó desde una postura claramente contracultural y temporal: tras la cosecha, el campo desapareció, quedando la fotografía y la memoria como testimonio crítico. Este carácter efímero y conceptual de proyectos como Wheatfield les ha conferido un lugar en la historia del arte contemporáneo, pero lejos del circuito turístico. No se puede mercantilizar fácilmente un acto poético de protesta como ése; su potencia reside justamente en lo incómodo del gesto y en su naturaleza anti-comercial.
Tanto Beuys como Denes – y con ellos otros nombres como Hans Haacke, Mierle Ukeles o incluso el propio Néstor de la Torre en Canarias décadas antes – representan facetas de un arte ecológico de vanguardia que, igual que Manrique, buscaron sacudir conciencias y desafiar el status quo. Manrique compartió esa pulsión visionaria y ética: en su contexto insular, actuó como “guardián de la esencia” de Lanzarote cuando “el turismo de masas amenazaba con destruir la identidad de muchas islas”. La gran diferencia es que su proyecto ecológico utópico fue en parte adoptado por el poder local (sobre todo en sus inicios), institucionalizándose dentro del desarrollo turístico de la isla. Esto tuvo resultados positivos – Lanzarote emergió como un destino singular, ejemplo temprano de planificación con criterios paisajísticos – pero también implicó que su figura quedara expuesta a ser reinterpretada y domesticada por esas mismas instituciones con el paso del tiempo. En contraste, las iniciativas de Beuys o Denes mantuvieron un cariz más abiertamente contracultural: no fueron cooptadas en vida por agendas gubernamentales ni convertidas en reclamo comercial inmediato, lo que quizás preservó la pureza incómoda de su mensaje (si bien ambos artistas terminaron siendo reconocidos en círculos oficiales de arte, la esencia contestataria de sus obras persiste).

Conclusión: Entre la memoria y la acción
El legado de César Manrique plantea una reflexión compleja sobre cómo la sociedad asimila – o neutraliza – a sus voces más visionarias. Por un lado, su huella estética y ética en Lanzarote es imborrable: la isla no sería lo que es sin la “utopía” que él dibujó en sus paisajes. Por otro lado, la progresiva institucionalización de su figura demuestra cómo incluso las ideas más rebeldes pueden ser absorbidas por el sistema y devueltas en forma de relato conveniente. Manrique pasó de agitador ecológico a símbolo amable de identidad regional, un tránsito que invita a cuestionar cuánta de su filosofía original se mantiene vigente en las políticas actuales. Su caso evidencia la tensión entre memoria y acción: recordar a un artista-activista no debería ser un ejercicio ceremonial vacío, sino un revulsivo para continuar su lucha en el presente. En 2025, frente a desafíos globales como la turistificación masiva, el cambio climático y la pérdida de identidad local, la voz de Manrique resuena con inquietante actualidad. Como esos robles de Beuys que crecieron con los años o como las semillas de Denes esperando brotar en nuestras ciudades, el pensamiento de Manrique sigue vivo bajo la superficie institucional. Depende de nosotros, como sociedad, decidir si lo mantenemos confinado como icono domesticado – una marca estética más – o si permitimos que vuelva a incomodarnos, a inspirarnos y a movilizarnos hacia ese equilibrio entre arte, naturaleza y vida que él soñó para Lanzarote y para el mundo.
Fuentes:
Bibliografía sobre César Manrique
Libros y Ensayos Académicos:
- Castro Morales, Federico (coord.). (2019). César Manrique: Arte total en Lanzarote. Madrid: Ediciones La Fábrica.
- Galante, Francisco. (2007). César Manrique: Arquitectura del paisaje. Tenerife: CajaCanarias.
- Gordillo, Pepe Betancort. (2005). César Manrique. Naturaleza, arte y vida. Lanzarote: Fundación César Manrique.
- Rivero, Carmelo. (1995). César Manrique: La conciencia de Lanzarote. Las Palmas de Gran Canaria: Editorial Prensa Canaria.
Artículos Académicos y Especializados:
- Delgado Martín, Jaime. (2018). «La obra paisajística de César Manrique: un modelo de sostenibilidad turística.» Pasos: Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, Vol. 16, nº 1, pp. 123-134.
- López Morales, Gloria. (2021). «La construcción de la identidad visual y cultural de Lanzarote a través de César Manrique». Studia Humanitatis Journal, Vol. 1, nº 1, pp. 117-133.
Prensa y Medios Digitales:
- Galante, Francisco. (2022). «César Manrique: la utopía desmoronada por el turismo masivo». Diario de Lanzarote. Disponible en: diariodelanzarote.com.
- Rodríguez, Javi. (2024). «La figura de César Manrique, clave en las recientes protestas contra el turismo en Canarias». Cadena SER. Disponible en: cadenaser.com.
- Luna Moya, Sara. (2024). «Lanzarote relega el logo de César Manrique en una controvertida decisión institucional». AtlánticoHoy. Disponible en: atlanticohoy.com.
Sitios Web Institucionales y Especializados:
- Fundación César Manrique. Página oficial con documentación histórica, bibliografía completa y archivo visual sobre la obra y pensamiento de César Manrique. Disponible en: fcmanrique.org.
- Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM). César Manrique: Exposiciones e información crítica. Disponible en: caam.net.
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