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María Zambrano: pensar a fuego lento

Juan Antonio Tirado

A la altura de los años treinta del siglo XX, en un momento de esplendor y de esperanza, que era también espejismo, España estuvo a un paso de engancharse al tren de la imprecisa y evanescente modernidad. Descarriló el tren, se rompió el cántaro de la lechera republicana, llegó el as de bastos y mandó callar. Se había acabado a hostias un cuento que tendría que haber terminado bien. Los bastonazos del general de la baraja produjeron la desbandada de una promoción de intelectuales de enorme categoría: Antonio Machado, Max Aub, Ramón J Sender, Rosa Chacel, Francisco Ayala, María Teresa León, Rafael Alberti, Luis Buñuel, Clara Campoamor, Luis de Falla, Margarita Xirgu, Picasso, Luis Cernuda, Juan Ramón Jiménez, Elena Fortún, Severo Ochoa, Arturo Barea, etc.

Gente viajera, a su pesar, y viajada, como María Zambrano, que inició un periplo, con retorno feliz, de 45 años por Cuba, México, Puerto Rico, Italia, Francia y Suiza. En todos esos sitios vivió con modestia, con más faltas que sobras, de manera menesterosa en ocasiones, pero fiel a su vocación vital, que era la filosofía. Había sido discípula de Ortega y de Zubiri, discípula aplicada, pero díscola, con ideas y vislumbres propios, que la llevaron a elaborar lo que llamó filosofía de la razón poética. Corazón y cabeza, pues, en un mismo cesto, reflexión e intuición bailando el vals de los conceptos y las metáforas. María Zambrano amaba las palabras, debajo de las cuales encontraba significados ocultos para quienes no vivían como ella en permanente amor a la sabiduría.

María se marchó al exilio con su marido, Alfonso Rodríguez Aldave, con quien se había casado en 1936, y del que se separó en 1948. A partir de entonces no se despegará de su hermana Araceli, siete años menor, de la que dijo que había sido el mejor regalo que le hicieron sus padres en la infancia. Y luego están sus gatos, cuya presencia multiplicada llegaría a ser obsesiva. En Roma, su casa era famosa por las tertulias, las fiestas y un puñado de felinos, que le valieron la denuncia de un vecino y la orden, que no llegó a ejecutarse, de que abandonara el país. Los gatos y las rosas, Nietzsche y Spinoza tienen sitio señalado en la vida de María, son amigos íntimos de esta mujer que hizo de la soledad su obra más lograda. “Escribir es defender la soledad en la que vivo”, dejó dicho.

Hay siglos en que no resulta fácil vivir, y menos según y con qué aspiraciones se mueva el sujeto por el mundo. Si ese alguien, llamado María, muy chiquita, muestra su intención de ser el día de mañana caballero templario, y si su padre, al que adoraba, le hace ver que no es posible ser caballero templario, y menos siendo una mujer, si ella, antes o después, dice o había dicho que su afán era ser caja de música, llegará a un camino sin aparente salida en el que se preguntará qué cosa puede ser entonces una mujer. Y lo cierto es que en aquellos primeros años del siglo XX, las pretensiones de una niña podían ser muy pocas, y aun así, María Zambrano se levantó sobre un puñado inmenso de imponderables y trazó una ejecutoria intelectual de extraordinario valor. Con toda probabilidad, la consideración de su obra ha quedado por debajo del merecimiento real por el hecho de corresponder la autoría a una mujer, pero no fue poco lo conseguido por esta pensadora que plantándole cara nada menos que a Platón, quien había expulsado a los poetas de su república filosófica ideal, se propuso que poesía y filosofía durmieran en la misma cama.

 “Yo quiero ser lo que me dé la gana”, había dicho en cierta ocasión, y por ahí, a la fuerza, estaba derrotada de antemano por la realidad, y más si el deseo lo expresaba una mujer, pero hizo lo que pudo, que fue mucho, y con muchas ganas y por sobre ellas con una alta dosis de amor. Propio y compartido. Amor de mujer cabal y profunda, y oscura de tan clara, de escritora herida por la noche, deudora del alba.

Vélez Málaga está en el origen, aunque María no vivirá allí más que cuatro años. Con todo, le quedó grabado en la memoria el pozo que tenían en la casa veleña, y cómo su padre, Blas Zambrano, la cogía en brazos, a la altura del limonero. Los padres eran maestros y tomaron rumbo a Madrid y luego a Segovia, donde Blas trabaría amistad con Antonio Machado. En realidad, hasta que no regresó del exilio, en 1984, María no volverá a pisar Vélez, donde está enterrada. Aun así, la brújula personal de María Zambrano gira de manera natural al sur y por sobre un paisaje de patrias, momentos y anclajes biográficos será veleña por elección y seguirá siéndolo, por los siglos de los siglos, mientras no la arrojen de su pequeña propiedad en la eternidad. Con seguridad su obra no es muy leída, pero es que por aquí somos modestos en las cosas del leer, es costumbre arraigada no pararse en el dibujo de las letras, pero de ella nos queda el pálpito y la corazonada. Para muchos puede que sea solo una estación de tren, la Málaga María Zambrano, qué se le va a hacer. Ironía o paradoja de la vida, resulta que quien hizo del pensamiento a fuego lento razón de su vivir, ha venido a dar en templo de la alta velocidad. Ave María.


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