
Rosa Amor del Olmo
Si usted es aficionado a la poesía y no sabe lo que es un ripio, déjeme decirle que ¡pierde usted ripio! Porque en el maravilloso mundo de las letras, hay palabras que existen solo para rellenar versos con la misma eficacia con la que algunos políticos rellenan discursos: con gran pompa, poco sentido y escaso contenido.
Empecemos por lo básico: un ripio es ese verso o palabrita que se cuela en un poema solo porque al poeta, pobre criatura, se le acabó la inspiración, la rima le apretaba demasiado, o porque sencillamente, era más cómodo colocar cualquier cosa que estrujarse el cerebro buscando algo original.
¿Cómo identificar un ripio? Muy sencillo: cuando usted lee un verso y se queda con la cara de quien ha mordido una manzana con gusano, ahí tiene usted un ripio. Ejemplo práctico:
“Camino por la calle, y al pasar
veo la luz del sol brillar muy fuerte
y miro las palomas al volar,
y voy pensando cosas en mi mente.”
“En mi mente” es un ripio tan evidente que si el poema fuera una sopa, sería un trozo de zanahoria demasiado grande para tragar. ¿Qué estaba pensando el poeta? Probablemente en llegar a la siguiente línea sin que se notara demasiado su cansancio intelectual.
Pero no todo es malo en el reino del ripio. Hay genios que lo usan con tanto descaro y gracia que elevan el ripio a categoría artística. Por ejemplo, Francisco de Quevedo, que siendo maestro del lenguaje no dudó en escribir:
“Por ser vos quien sois, señora,
os dedico esta redondilla,
aunque la musa no brilla…
¡ni se le ve la puntilla!”
Aquí el ripio es como ese tío gracioso en las bodas que cuenta chistes malos, pero que todo el mundo adora por su desfachatez.
Incluso en canciones populares encontramos ripios que amamos en secreto, precisamente por absurdos:
“Cantaba la pajarita,
en la rama de un nogal,
cantaba porque cantaba,
porque era su natural.”
Este ripio tiene la justificación intelectual del «porque sí» de cualquier niño pequeño: impecable en su sencillez, delicioso en su falta total de lógica.
Por otro lado, conviene no confundir ripio con licencia poética. La licencia poética es elegante, tiene cierta excusa intelectual y es perdonable en nombre del arte. El ripio, en cambio, es como poner ketchup a una tortilla española: no está bien visto, pero si a usted le gusta, adelante.
Querido lector, pierda usted ripio con orgullo y humor. Si encuentra uno, ríase; si lo escribe, ríase aún más. Al final, la vida—como el verso—es demasiado breve para no permitirse, de vez en cuando, un buen ripio que la adorne alegremente.
No perder ripio: el arte de escuchar con todo el alma
Hay quien escucha con un oído y piensa con el otro. Y luego están los que “no pierden ripio”. Estos últimos son los atentos de verdad, los que no se dejan distraer ni por un bostezo ni por un WhatsApp. Escuchan con los cinco sentidos y dos cejas arqueadas. No se les escapa ni una coma, ni una entonación rara, ni ese suspiro sospechoso al final de una frase.
“No perder ripio” —dicen los sabios— es prestar atención con hambre. Es abrir el alma a lo que se dice, y también a lo que se calla. Es captar el fondo detrás de las palabras, como quien detecta una mentira envuelta en celofán o una verdad disfrazada de chiste.
Curiosamente, el ripio en poesía es lo que sobra: la palabra metida con calzador para que rime, aunque no diga nada. Pero en la vida, no perder ripio significa todo lo contrario: no dejar que se te escape nada, ni siquiera lo que parece de relleno. Porque a veces lo más importante viene envuelto en ripio, disfrazado de frase suelta o comentario casual.
Por eso, cuando alguien habla con el corazón —o incluso cuando lo disimula—, tú, que no pierdes ripio, estás ahí: alerta, presente, dispuesto a recibirlo todo. Eres esa rara especie de oyente que escucha para entender y no para contestar.
Y así, mientras otros dejan pasar frases como quien hojea un folleto, tú te quedas con lo esencial. Porque sabes que, en el fondo, no perder ripio es una forma de amar.
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